El nacimiento del Japón
En
el principio, tras la formación del cielo y de la Tierra, tres dioses se
crearon a sí mismos y se escondieron en el cielo. Entre este y la Tierra
apareció algo con aspecto de un brote de junco y de él nacieron dos dioses, que
también se escondieron. Otros siete dioses nacieron de la misma manera, y los
últimos se llamaron Izanagi e Izanami.
Izanagi e Izanami fueron encargados por los
demás dioses de formar las islas japonesas. Estos hundieron una jabalina
adornada con piedras preciosas en el mar inferior, la agitaron y al sacarla,
las gotas que de ella resbalaban formaron la isla de Onokoro. Descendiendo de
los cielos, Izanagi e Izanami resolvieron construir allí su hogar, así que
clavaron la jabalina en el suelo para formar el Pilar Celestial.
Descubrieron que sus cuerpos estaban
formados de manera diferente, por lo que Izanagi preguntó a su esposa Izanami
si sería de su agrado concebir más tierra para que de ella nacieran más islas.
Como ella accedió, ambos inventaron un matrimonio ritual; cada uno tenía que
rodear el Pilar Celestial andando en direcciones opuestas. Cuando se
encontraron, Izanami exclamó: “¡Qué encantador! ¡He encontrado un hombre
atractivo!”, y a continuación hicieron el amor.
En
lugar de parir una isla, Izanami dio a luz a un malforme niño-sanguijuela al
que lanzaron al mar sobre un bote hecho de juncos. Después se dirigieron a los
dioses para pedir consejo y estos les explicaron que el error estaba en el
ritual del matrimonio, ya que ella no debía de haber hablado primero al
encontrarse alrededor del Pilar, pues no es propio de la mujer iniciar la
conversación. Así pues, ambos repitieron el ritual, pero esta vez Izanagi habló
primero, y todo salió según sus deseos.
Con el tiempo, Izanagi concibió todas las
islas que forman el Japón, creando, además, dioses para embellecer las islas y
después hicieron dioses del viento, de los árboles, de los ríos y de las
montañas, con lo que su obra quedó completa. El último dios nacido de Izanami
fue el dios del fuego, cuyo alumbramiento produjo tan graves quemaduras en los
genitales de la diosa que esta murió. Y todavía, mientras moría, nacieron más
dioses a partir de su vómito, su orina y sus excrementos. Izanagi estaba tan
furioso que le cortó la cabeza al dios del fuego, pero las gotas de sangre que
cayeron a la Tierra dieron vida a nuevas deidades.
El más allá
Tras
la muerte de Izanami, Izanagi quiso seguirla en su viaje a Yomi, la región de
los muertos, pero ya era demasiado tarde. Cuando llegó allí, Izanami ya había
comido en Yomi, lo que hacía imposible su vuelta al mundo de los vivos. La
diosa pidió a su esposo que esperase pacientemente mientras ella discutía con
los demás dioses si era o no posible su retorno al mundo, pero Izanagi no fue
capaz; impaciente, rompió una punta de la peineta que llevaba, le prendió
fuego, para que le sirviese de antorcha y después entró en la sala. Lo que vio
allí fue espantoso: los gusanos se retorcían ruidosamente en el cuerpo
putrefacto de Izanami.
Izanagi quedó aterrado al contemplar la visión
del cuerpo de Izanami, por lo que dio media vuelta y salió huyendo de allí.
Encolerizada por la desobediencia de su marido, Izanami envió tras él a las
brujas de Yomi y a los fantasmas del lugar, pero Izanagi pudo despistarlos
haciendo uso de sus trucos mágicos. Cuando por fin llegó a la frontera que
separa el mundo de los muertos del de los vivos, Izanagi lanzó a sus
perseguidores tres melocotones que allí encontró, retirándose las brujas y
fantasmas a toda prisa.
Finalmente, fue la propia Izanami quien salió
en persecución de Izanagi. Este colocó una gigantesca roca en el paso que unía
Yomi con el mundo de los vivos, de modo que Izanami y él se vieron uno a cada
lado del enorme obstáculo. Izanami dijo entonces: “Oh, mi amado marido, si así
actúas haré que mueran cada día mil de los vasallos de tu reino”, a lo que
Izanagi contestó “Oh, mi amada esposa, si tales cosas haces yo daré nacimiento
cada día a mil quinientos”. Finalmente llegaron a un acuerdo, mediante el cual
la cifra de nacimientos y fallecimientos se mantienen en la misma proporción.
Ella le dijo que debía aceptar su muerte y él prometió no volver a visitarla.
Entonces ambos declararon el fín de su matrimonio. Esta separación significó el
comienzo de la muerte para todos los seres.
La creación de los dioses mayores
Izanagi se sometió entonces a un proceso de
purificación para librarse de la suciedad que pudiera haber contaminado su
cuerpo durante el descenso al mundo inferior. Llegó a la llanura junto a la
desembocadura del río y se libró de sus ropas y de todo cuanto llevaba. Y allí
donde dejaba caer una prenda o un objeto, del suelo salía una deidad. Y nuevos
dioses se iban creando a medidad que Izanagi entraba en el agua para limpiar su
cuerpo. Finalmente, cuando lavó su cara fueron creados los dioses más
importantes del panteón japonés; Al secar su ojo izquierdo apareció Amaterasu,
la diosa Sol; de su ojo izquierdo nació la diosa Luna, Tsuki-yomi; el dios de
la tormenta, Susano, fue engendrado de su nariz.
Izanagi decidió entonces dividir el mundo
entre sus hijos. Encargó a Amaterasu el gobierno del cielo, a Tsuki-yomi el de
la noche y a Susano el cuidado de los mares. Pero este último dijo que prefería
ir al mundo inferior con su madre, así que Izanagi lo desterró y después se
retiró del mundo para vivir en el alto cielo.
El engaño de Susano
Antes de ser desterrado a Yomi, Susano quiso
despedirse de Amaterasu, pero en realidad quería traicionarla ya que estaba
celoso de la belleza y preeminencia de su hermana. Amaterasu, recelosa de la
actitud de su hermano, se armó con un arco y flechas antes de acudir a la cita,
pero Susano se mostró realmente encantador y acabó cautivando a la diosa con la
sugerencia de engendrar hijos juntos como prueba de buena fe. Amaterasu
accedió, pero antes exigió que le entregase su espada, que inmediatamente
quebró con su boca en tres pedazos, mientras de su aliento salían tres diosas.
Susano pidió a Amaterasu cinco collares, los cuales masticó para engendrar
otros tantos dioses.
Al
momento se entabló una discusión entre ambos por la custodia de los hijos, pues
Amaterasu los reclamaba como suyos al haber sido formados de sus propias joyas.
Su hermano, sin embargo, creyó haber engañado a la diosa y lo celebró rompiendo
las paredes que contenían los campos de arroz, bloqueando los canales de
irrigación y defecando en el templo donde había de celebrarse el festival de la
cosecha. Su desconcertante comportamiento es el germen de la enemistad que
nació entre los dos dioses. Susano, a pesar de haber sido desterrado, se quedó
merodeando por la Tierra y el cielo.
La desaparición del sol
Un
día, mientras Amaterasu se encontraba tejiendo ropas para los dioses, Susano
arrojó un caballo desollado que atravesó el tejado de la sala en la que la
diosa y sus ayudantes trabajaban. Una de ellas se asustó de tal modo que se
pinchó con la aguja y murió. Y tan atemorizada quedó la propia diosa que
después de aquello se escondió en una cueva y bloqueó la entrada con una enorme
piedra. Sin la diosa Sol, el mundo quedó sumido en la oscuridad y el caos.
Una
asamblea de ochocientas deidades se reunió para hallar la manera de sacar a
Amaterasu de la cueva. Decidieron que la única manera de lograrlo sería
excitando su curiosidad, así que decoraron un árbol con ofrendas y joyas,
encendieron fuego y danzaron al ritmo de los tambores y alabaron la belleza de
otra diosa, para provocar sus celos. Colocaron un espejo mágico a la entrada de
la cueva, llevaron gallos al lugar para que cantaran y persuadieron a la diosa
de la aurora, Amo No Uzume, para que bailara. En un momento de abandono, la
diosa empezó a quitarse las ropas, para solaz del resto de los dioses, que la
llamaron “terrible hembra del cielo”.
Como
esperaban, Amaterasu se asomó a la entrada de la cueva para averiguar qué
estaba sucediendo. Los dioses respondieron que estaban celebrando una fiesta
porque habían encontrado a su sucesora y que esta era incluso mejor que la
propia Amaterasu. Sin pensarlo, la diosa salió de la cueva y vio su reflejo en
el espejo mágico. En ese momento, el dios Tajikawa la agarró, obligándola a
salir de su escondite y bloqueando la entrada para impedir que volviera a
desapareer. La vida volvió a la naturaleza y desde aquel momento el mundo ha
conocido el ciclo normal del día y la noche. El espejo fue confiado al mítico primer
Emperador de Japón, descendiente directo de la diosa, como prueba de su divino
poder.
Los
ochocientos dioses castigaron a Susano cortando su barba y bigote, arrancándole
las uñas de las manos y los pies, y arrojándole del cielo. Fue entonces cuando el
dios comenzó su vida errante y vagabunda por la Tierra.
Como vemos, los mitos de la creación de Japón hacen
referencia directa a un buen número de deidades y tienen su origen en antiguas
religiones folclóricas de la región. Por muy importantes que sean, los dioses
del Sol, la Luna y las estrellas no están solos en los cielos. A ellos se une
un enorme número de espíritus menores de ancestrales raíces, los kami, los
budas y los bodhisattvas, todos ellos conviviendo pacíficamente.
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